Nada ablandó el alma del dictador. Ni la presión internacional -de gobiernos europeos y americanos, del Vaticano, de la ONU, de intelectuales franceses como Jean Paul Sartre- ni el clamor de las familias. En la mañana del 27 de septiembre de 1975 cinco hombres morían fusilados, los últimos cinco asesinados por el régimen de Francisco Franco. No hubo más balas, pero el Estado -ya sin el fascista- no anuló la pena de muerte hasta 1978.
Los fusilados fueron tres miembros del Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP) -José Humberto Baena Alonso, de 24 años; José Luis Sánchez-Bravo Solla, de 22; y Ramón García Sanz, de 27- y dos más de ETA Político-Militar -Juan Paredes Manot, Txiki, de 21 años, y Ángel Otaegui, de 33-.
El primero había sido condenado por un delito contra fuerza armada con resultado de muerte, la del policía armado Lucio Rodríguez, en el transcurso de una manifestación convocada en Madrid. Los otros dos miembros del FRAP, por el atentado con resultado de muerte contra el teniente de la Guardia Civil Antonio Pose. El primero de los etarras fue condenado por la muerte del cabo de la policía armada Ovidio Díaz durante un tiroteo en un robo a un banco en Barcelona y su compañero, finalmente, por un delito de terrorismo por el asesinato del cabo de la Guardia Civil Gregorio Posadas, cometido en Azpeitia (Guipúzcoa).
Los cinco fueron sometidos a consejos de guerra sumarísimos y condenados a muerte. Justo un día antes, el Consejo de Ministros había perdonado a seis de sus compañeros, trocando su pena capital por una condena de 30 años de prisión. El Gobierno se dio por "enterado" de las ejecuciones para los demás, que era la eufemística forma con la que denegaba un indulto. La orden de ejecución estaba firmada para el día siguiente.
La ejecución de Paredes se llevó a cabo en Barcelona, la de Otaegui en Burgos y las tres restantes, en Hoyo de Manzanares (Madrid). De estas últimas son de las que trascendieron algunos detalles, como que tuvieron lugar entre las 9.10 y las 10.05 de la mañana, a cargo de tres pelotones -cada uno compuesto por 10 agentes y dos oficiales, todos voluntarios- y sin presencia de los familiares. Lo contó, tres años después, pasada la censura, el periodista José María Izquierdo.
LA MEMORIA DEL SUPERVIVIENTE
Manuel Blanco Chivite fue uno de los seis condenados que, en el último momento, se salvó de las balas. Se le juzgó por la misma muerte de un agente en una manifestación por el que sería ejecutado José Humberto Baena, aunque su procesamiento fue por pura militancia en el FRAP, porque ni pruebas ni testigos se pudieron presentar que avalasen su culpabilidad.
Recuerda que todos sus compañeros y él mismo estuvieron incomunicados, "sin luz siquiera", y sólo una vez que pasaron el consejo de guerra y estaban sentenciados pudieron verse en la cárcel y compartir patio. "No sabíamos quién, cuántos, cómo, eso no lo sabíamos, pero teníamos claro que de nosotros algunos iban a morir. Era una certeza horrible. Veíamos la celeridad con la que había ido el proceso, rechazando pruebas, la Brigada Político Social no presentó ni testigos siquiera y los de la defensa no fueron aceptados. No había nada concreto, ni siquiera la supuesta pistola con la que se había realizado el atentado... Todo era demencial, tan acelerado que tenía que ser el preludio de un crimen", reconoce. Llegaron a rechazarse 24 pruebas documentales y 20 testigos esenciales.
Chivite era un reportero que trabajaba por libre sobre todo para medios económicos y que militaba en el PCE Marxista-Leninista cuando fue arrestado, cuando estaba cerca de su casa. Entró en un bucle de interrogatorios, maltrato, tortura... Hasta el juicio o "farsa" final.
El ahora periodista y editor ha participado recientemente en un acto de reivindicación y memoria de los luchadores antifranquistas en Bruselas, donde ha prestado su testimonio sobre aquellos días. Recuerda que cuando supo de su pena conmutada, sólo podía preguntar: "¿Qué pasa con los demás?". Esa certeza de la que habla era una losa. "Es imposible expresar con palabras lo que sentí en aquellos días", repite, por más que tuviera cierta experiencia, a sus entonces 30 años, en la lucha antifascista y que estuviera hecho a la idea de que un día el brazo represor podía agarrarle del cuello.
Ante el auditorio comunitario, reclamó que, ahora que se cumplen 40 años, "hay que tener presente recuerdo de los camaradas". "Siempre hemos tenido el objetivo de reparar su memoria y de obtener justicia. Queremos que todas las condenas del franquismo, que se produjeron sin el más mínimo respeto a las garantías procesales, sean declaradas nulas", exige.
Pero ese parece ser un capítulo cerrado para los sucesivos Gobiernos, porque ninguno ha decidido borrar las manchas que el franquismo quiso imprimir en la biografía de cientos y miles de españoles. Ni siquiera 40 años después.
Fuente: huffingtonpost.es